Intento llamarte por teléfono un martes por la tarde

Hasta ahora no entiendo cómo es que tomé el teléfono y te llamé. Sentía que me derretía adentro de la cabina telefónica y que el peso del djembé que traía en la mochila era demasiado para un hombre a punto de sufrir una crisis viral capaz de tumbarlo en la cama por casi 36 horas. Claro, en la mochila no solo había el tambor, traía unos cuadernos para tomar apuntes para el periódico y un par de sacos. Los dos son grises. En realidad, mi intención era coger el bendito tambor y envolverlo en la toalla, pero la había mojado esa mañana, luego del baño matutino. Así que para salir y tratar de proteger mi djembé tuve que tomar esos sacos que ya no los utilizo, porque ahora Madrid está hecha una roca que empieza a encandilar. Es necesario contarte que no solo sirvieron para preservar de golpes a aquel instrumento africano: hicieron que el tambor sonara de maravilla, con un tono más emocionante, más alegre (recordé que las cantantes toman café o agua de manzanilla caliente y se abrigan la garganta para afinar sus voces, y que las flautas se envuelven en franelas para que al ser interpretadas no sufran del frío que causa el miedo escénico). Fue perfecto llevar los sacos grises porque en el momento en el que Carlinhos Brown saltó al escenario en el auditorio de Casa de América, mi djembé dio un sonido nada despreciable a tal punto que se dejaba notar en medio de los más de 100 músicos de todas partes del mundo que deseaban hacer música con este percusionista que sus propios compatriotas desprecian y que lo reducen a simple "brasileiro for export". Yo, en medio de todos ellos, era un ecuatorianito con fiebre, que le daba duro al cuero, que movía la cabeza y el cabello como cuando tocaba por primera vez los bongós en una tarde playera en Atacames, hace más de 11 años, en un viaje que ya no cabía en mi talego de recuerdos y que ha aparecido como si nada (o como cuando me enseñaron a sacarle el sonido adecuado en la Plaza de Armas de una ciudad llamada La Habana, en el 2002). Ahora, con la música de todos los tamborileros hippies que hay en este auditorio, el dolor en las rodillas pasa al olvido y la fiebre transmuta en sudor de ensayo musical, como cuando estoy con mi banda, ah, cuánta falta me hace tocar con los bestias de Rayuela. Ya son más de tres meses que no he tocado nada de nuestra música, desde que vine a Madrid. Tengo que admitirlo, esta euforia no es por Carlinhos Brown, es porque todos los músicos estamos hipnotizados por el compás 3/4 que improvisamos, hasta que entra Carlinhos con una sonrisa tan grande como la de un millonario a punto de gastar un par de billetes. Con su sola presencia nos vamos por lo más convencional, de repente todo ha cambiado, ahora estamos haciendo un ritmo 4/4 muy aburrido. Lo acepto, estoy demasiado sugestionado con la política, y como lo vi sonreír tanto a Rafael Correa durante los cuatro meses que escribí sobre su campaña (en el periódico en el que trabajo en Ecuador), ya todos los que sonríen por compromiso me parecen políticos en campaña. Cómo no voy a hacer la analogía si igual sucede aquí, es fácil ver esto entre los que se disputan el cargo en la Comunidad de Madrid: doña Sonrisas (Esperanza Aguirre), o el Enano Feliz (Rafael Simancas). Entonces, cómo voy a pensar en esto si Carlinhos trata de hacernos entender que el "amor", que la "paz", y bla, bla, bla. Incluso se le ocurre decir que "la percusión es un clamor de la dulzura". Y digo: este es igual a todos. Pero apenas me pongo a tocar mi tambor se me olvida que me he indispuesto con su presencia y me guardo para mis adentros que el hombre me cayó como patada al hígado. Me duelen las manos de tanto golpeteo incesante que me tiene en estado de trance. Así durante una hora y media entre compases difusos y evocaciones a tu rostro y tus palabras que es algo que no puedo evitar. Y salgo de allí con un calor que se me ocurrió que era natural, como cada vez que le saco ritmo a un tambor, y ni siquiera lo relacioné con la fiebre progresiva (cuando la doctora fue a mi casa al día siguiente me vio a los ojos y puso una expresión de "qué loco este man, cómo se ha aguantado la temperatura", pero bueno eso lo habría dicho si fuera ecuatoriana, pero, vaya, es española y habrá pensado, "jodé, este tío tiene una fiebre de la hostia", y me manda a reposar tres días con sus respectivas noches. La verdad, solo aguanté 36 horas, luego como un rebelde sin causa, me fui a trabajar. Soy la deshonra del movimiento rockero ecuatoriano, lo sé, tengo permiso médico y prefiero trabajar). En fin, apenas Carlinhos se va del escenario, miro que Helen empieza a tomarse fotos con él. Y digo, si ya me tomé una foto con Cosme de Café Tacuba, no pasará nada si tengo una con Carlinhos. Y por ahí Helen, que entró sin tambor gracias a su labia chamozolana, tira una foto y salgo con Carlinhos que solo quiere huir de tanto imbécil que no lo aprecia y apenas quiere tomarse una foto para decir "yo estuve allí, tocando con él". Me río tanto y empiezo a guardar el tambor en la mochila roja con los sacos grises. Siento la necesidad de salir del auditorio. Tomo el metro y me dirijo a Plaza del Sol. Para ser sincero, hay cosas que me gustan hacer forzosamente: me gusta ver el cielo cada vez que me levanto, después de una sesión de besos y caricias necesito dormir un poco, también me gusta jugar a las tocaditas de pies antes de salir de la cama... lo sabes. En realidad, soy un hombre de costumbres, por eso no sé qué hago con un tambor en mis espaldas ni cómo es que intento llamarte por teléfono un martes por la tarde desde una cabina angosta y sucia en la estación del metro de Sol.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

La Banda Balboa en Madrid

Aporte ecuatoriano a The Clash